domingo, 27 de mayo de 2018

DATOS Y MÁS DATOS



Se supone que debo contaros cómo me convertí
en un cerebro metido en una caja.


El final de todas las cosas -John Scalzi-





Estas dos últimas semanas he recibido un aluvión de correos electrónicos. La entrada en vigor del Reglamente General de Protección de Datos (RGPD)ha sido un revulsivo para la bandeja de entrada y para recordar a la cantidad de sitios, casi todos inútiles, a los que una se ha ido suscribiendo a lo largo de los años. Un montón de listas y lugares a los que creo que no he vuelto a entrar desde el día en que me suscribí y cuyos correo he ido eliminando sin leer la gran mayoría de veces. La entrada en vigor de esta normativa europea ha puesto en evidencia, una vez más, nuestro talante mediterráneo y relajado. Hace dos años que existe, dos años para ir adaptándose, para hacer los cambios necesarios y sin embargo, haciendo gala de nuestra idiosincrasia, nos ponemos a correr unos pocos días antes de que llegue el 25 de mayo y las multas se conviertan en el come-come que nos mata.

También quien suscribe ha estado abanicándose con el Reglamento hasta que ya ha sido imposible obviarlo. Debo decir que he cruzado el páramo del desconocimiento, la incertidumbre y la duda sobre el qué hacer con este blog, con sus suscriptores, con sus comentarios, sus datos y esas cosas que se van generando. Al final, tras algunas consultas, unas cuantas informaciones cruzadas, un par de artículos leído con el consabido aburrimiento, un par de pesadillas y un poco de pesadumbre he hecho un poco de limpia, intentando eliminar todo aquello que implique una complicación de la vida, y así se va a quedar, textos pelados y poco más. Solo puedo decirles que si por este blog quedará algún dato (dato que no quiero para nada), prometo no traficar con ellos, guardarlos entre algodones y en la intimidad de mi intimidad, y si alguien quiere algo relacionado con esos datos que no quiero pero tengo por el motivo que sea, que remita un correo y se hará lo que se pueda.
Durante estos días la vida se ha convertido en eso que pasa mientras se acepta la política de cookies, de privacidad y todo eso que nunca sabemos muy bien qué es pero que por lo visto engorda el bolsillo y el conocimiento (manipulativo) de otros. 

Por unos días las bandejas de entrada de nuestros buzones digitales se han puesto en plena forma, llenado de mensajes apocalípticos sobre la pérdida de información si no aceptabamos tal o cual cosa; pero, a partir de ahora, esos mismos buzones comenzarán a adelgazar por la pérdida de todo aquello que alguna vez creímos que nos interesó y, en realidad, no nos ha interesado nada y cuyas políticas no hemos aceptado porque no sabemos ni quién, ni de qué nos hablan.




lunes, 21 de mayo de 2018

POMPAS DE JABÓN


"En el cielo la princesa llora sobre el cuerpo del príncipe ciego. Caen dos lágrimas dentro de sus ojos y él puede ver. El rescate. Las lágrimas. Cuéntamelo otra vez. El pelo que cae de la torre. Dejo descansar el libro sobre tu pecho, en la cama".

Leer para ti -Siri Hustvedt-






Me acostaba siempre antes de que llegara a casa. A veces, cuando me había entretenido demasiado haciendo los deberes y cenado un poco más tarde, me bastaba con escuchar el ruido metálico del portal para darle un beso a la abuela, correr a mi habitación y enterrarme bajo el peso de las dos mantas que cubrían la cama. Me hacía la dormida, la cara mirando a la pared para que ni un pequeño parpadeo pudiera descubrir que cada vez que él venía a mi habitación fingía dormir. Aguantaba la respiración, contaba hasta un diez eterno y entonces, solo entonces, con el ruido de la puerta al cerrarse,  la habitación volvía a oscurecerse del todo.  Le había cogido miedo y aun no sabía bien el motivo. Le quería, o tal vez ya no, no lo sabía, solo sabía que tenía miedo y que se me entreveraba por dentro hasta volverme miedica sin reconocer a quien antes quise tanto. No me había puesto la mano encima jamás, la zapatilla era cosa de mi madre, pero quizá fue, la discusión que escuché una noche, al poco tiempo de que ella se marchara, una noche en que volvió tarde, golpeándose contra los muebles y gritando que era una puta que no merecía vivir. La abuela le susurraba que se callara, que no dijera enormidades, que era su hija. Aquel día me hice pis en la cama. Por la mañana nadie dijo nada, la abuela me había preparado un gran tazón de chocolate y dijo que íbamos a pasar el día en la Casa de Campo. Vendría mi prima Julia y mi tía Cata, y papá podría descansar. Cogimos el autobús y fuimos en silencio todo el camino. La abuela tenía el semblante sombrío y aunque me sonreía cada vez que la miraba yo sabía que algo grave estaba pasando y que mis padres estaban en el centro de todo aquello. Había pasado la noche dándole vueltas a quién se referiría papá con aquel “no merecía vivir”. No podía ser la abuela, la quería, la necesitábamos y se lo merecía todo, todo lo bueno que el mundo fuera capaz de darle. Quizá se refiriera a mí, quizá fuera yo esa puta de la que hablaba aunque y yo aún no sabía qué demonios era eso.
La vida se había vuelto complicada desde la marcha de mamá. La echaba de menos pero no se lo podía decir a nadie. Lo guardaba dentro como si de esa manera el dolor de su ausencia se pudiera dormir y desaparecer.  A papá apenas le veía desde entonces, vivía en casa pero era un extraño al que no reconocía. Un día, al volver del colegio, ya no estaba y al preguntar por ella nadie dijo nada, solo que no me preocupara. Pero ese empecé a conocer que era la preocupación. La casa estaba triste, la abuela parecía engullida por el desconcierto y las risa de y las pompas de jabón que los días de fiesta papá soplaba en el Retiro  habían desaparecido para siempre. Silencio, algún rumor seco y la lejanía de todo.
A veces, los domingos papá  comía con nosotras y entonces su mano,  grande como la de un gigante, se posaba sobre mi cabeza, como antes, me acariciaba el pelo y suspiraba como si le doliera por dentro. Al terminar el almuerzo se tumbaba en su cama y desaparecía cerrando la puerta de su dormitorio. Pero aquel domingo no comimos en casa, ni escuché como papá se lamentaba de la vida y no pude por menos que preguntar a la abuela, mientras recorríamos la Gran Vía,  quién de las dos, si ella o yo, no merecíamos vivir.
El autobús paró frente a los grandes almacenes en los que yo sabía que había trabajado mamá. La abuela miró al frente, evitando la ventana. Me apretó la mano y me dijo que no me preocupara, que todo andaba bien.  Pasamos todo el día fuera de casa, como si el descalabro que vivíamos en casa desde hacía meses no fuera más que parte de una telenovela que no nos incumbía. Disfruté mucho corriendo entre los alcornoques, comiendo una manzana glaseada que compartí con Julia y me olvidé de papá, de mamá, de la abuela, hasta de mí misma. Pero por la noche, al acostarme, el rumor de las palabras gruesas de papá  ahogadas contra su almohada, me hizo preguntarme, de nuevo, si no sería yo quien no merecía vivir.



domingo, 13 de mayo de 2018

DE LA DISTORSIÓN


Y ese fue el final de la historia, 
un gran malentendido de principio a fin.

Estrellas y Santos -Lucia Berlin-





Empecé a ver el primer capítulo de “The affair”, una voz en off anunciaba la primera parte, por lo que no había que hacer ningún ejercicio para imaginar que tras esa primera parte iba a venir una segunda y podía ser que incluso, dentro de ese capítulo, una tercera. La historia relata el affaire entre un hombre y una mujer, ambos casados pero entre ellos, claro. El primero con cuatro hijos y una vida a la sombra de una familia política que le empequeñece; ella con el recuerdo de un hijo muerto cuando apenas empezaba a vivir (cuatro años siempre son pocos para cualquier cosa). Podría ser una serie más sobre la infidelidad y sus consecuencias, pero no está ahí la gracia sino en cómo, dividida en partes, nos muestran como cada uno de los protagonistas va viviendo una historia que empieza como una aventura de verano y se prolonga a lo largo de los años y las consecuencias que para ellos y sus familias va a tener aquello que empezó de la nada. ¿Dónde está la diferencia con otras historias de igual contenido, mil veces contadas? Pues en el mostrar las diferentes caras de una misma situación,  en cómo cada uno de ellos vive lo mismo, recordándolo de manera absolutamente distinta, sintiendo de manera absolutamente dispar, percibiendo realidades completamente distintas. Es por eso que, a medida que va avanzando la historia, podemos empatizar con unos o con otros en función de cómo se nos van descubriendo los entresijos vividos por cada uno de los distintos personajes. Podemos colocarnos al lado del tipo absorbido por una familia en la que se encuentra reducido, o al lado de una mujer descolocada por una culpa que no le corresponde. Los damnificados por esta historia de amor y desencuentros no son solo ellos, sino todos los que les rodean.

El ser humano es maravilloso sin dejar de ser desconcertante. Algunos juegos precisan de todos los naipes de una baraja, pero en la vida real eso no es posible. De ahí que al afrontar algunas situaciones aunque procuremos hacerlo de la mejor manera posible, intentando causar el menor destrozo posible, solo acabemos abriendo la caja de las afrentas. Lo de colocarnos en los zapatos de otro, como decía Atticus Finch en” Matar a un ruiseñor”,  no es fácil y requiere desprenderse de prejuicios  y de historias propias, por eso en la mayoría de ocasiones las conclusiones a las que nos enfrentamos están  distorsionadas. Existen miles de condicionantes, miles de sensaciones y de sentimientos propios que no son más que el resultado de una subjetividad que no tiene que ser necesariamente ni cierta ni real.  Por eso es imposible discutir desde las emociones, o intentar solventar cualquier conflicto desde los sentimientos, porque cada uno se mueve con los suyos y estos crecen, como pueden, casi siempre alejados de la razón. La vida es poliédrica, con medias verdades ocultas por medias mentiras, y al revés, que lo distorsionan todo, por eso a veces nos resulta incomprensible.





domingo, 6 de mayo de 2018

LA CENTRALITA



Era todo fanfarronería, pero quién sabe si no era su convicción la responsable de que todo le saliera. Quizá sí que podías conseguir lo que quisiera si te lo trabajabas.
 -Que me quieras- Merritt Tierce




Anabel se había despedido a la francesa, llevándose una caja con unos cuantos euros que guardábamos para emergencias. Había dejado una nota en la que nos invitaba a morirnos de una manera poco agradable.  Al leerla, nadie dijo nada. El supervisor la dobló y se la guardó en el bolsillo. Preguntó de cuántos euros hablábamos y al constatar que no llegaban a los cien, respiró y dijo que dejáramos la cosa tal como estaba. Ese tal como estaba significaba que desde ese momento y hasta cuando fuera, el teléfono lo íbamos a atender entre los cuatro desgraciados que ahí nos quedábamos, sin morirnos ni nada, solo sin Anabel y con unos pocos euros menos. La idea me disgustaba en sobremanera pero no quedaba otra y, a poco que los de arriba se pusieran en marcha, solo serían unos días, enviarían a alguien seguro.
El martes me senté frente a la centralita y esperé. Empezaron a entrar las llamadas y, para matar el tedio, en cada una de ellas intentaba adivinar, por el tono de la voz, la edad de la persona, qué estaría haciendo en el inmediato momento anterior a la llamada, o si la pretendida urgencia no era más que una argucia para pasar por delante de una lista de espera importante, o si mentía en la explicación que me daba. De entrada no reconocía la voz de nadie pero, con los días y después de repetidas llamadas requiriendo un servicio que se iba a demorar por la maldita burocracia, empecé a reconocerlos. La señora del escape de agua en el salón; la abuelita de los cristales de la claraboya rota; el tipo del robo con violencia que no recordaba nada de lo que había pasado. Gente que esperaba soluciones por pago de prima.
Anotaba en el ordenador los datos que me iban dando, apretaba el “enter” y a volar. De manera inmediata olvidaba la conversación y el aburrimiento volvía a campar a sus anchas hasta que de nuevo sonara el teléfono. La siguiente llamada entró como un chorro de aire fresco, no pedía nada, no tenía urgencia alguna, solo llamaba para hablar con Anabel. Me pareció curioso y aunque le dije que Anabel ya no trabajaba allí, podía hablar conmigo si quería. Y el caso es que quiso y ahí estuvimos hablando de un manera interminable, mientras veía como los pilotos rojos de la centralita se iban encendiendo, anunciando desastres domésticos que debían ser reparados.
Al día siguiente volví a sentarme frente al aparato, mi ofrecimiento a hacerlo de manera permanente mientras no hubiera quien cubriera la plaza se aceptó de buen grado por todos. Fue de esa manera que empezamos a hablar, primero de una manera desordenada y después, para evitar levantar sospechas, en horas concertadas. Un día, después de tener puesto el “no molesten” telefónico durante más dos horas, sin que pudiera entrara ni un solo aviso de avería, decidí que había que dar un paso más. Las horas se me hacían cortas o largas en función de si ese día había o no llamada. Necesitaba ponerle cara a esa voz a la que ni siquiera había puesto nombre porque nunca lo dijo, ni yo se lo había pedido. Me di cuenta de eso mientras pensaba en cuál sería el mejor momento para quedar y entonces se me hizo extraño llevar dos semanas hablando con alguien del que no conocía ni el nombre, ni nada de su vida personal, pero para el que desde hacía dos semanas me arreglaba con especial atención, pese a saber que no le iba a ver.
A media mañana llamó, me sorprendió porque ese día no tenía que tenía que hacerlo hasta después de comer, pero me alegré de escuchar su voz y pensé que tal vez la necesidad ya no solo era mía sino también por el otro lado. Charlamos durante unos minutos, pocos porque dijo que tenía que salir. Antes de colgar le propuse tener una cita. Vernos, reconocernos y seguir hablando sin un teléfono de por medio. Se hizo el silencio y repetí por dos veces un “¿hola, estás ahí?”. El silencio continuó durante unos segundos más hasta que llegó la señal de que se había cortado la comunicación. Intenté recuperar la llamada, pero entonces caí que mi aparato era solo una extensión de la centralita general y que desde aquí no podía recuperar nada. Continué sentada, esperando que volviera a llamar pero no lo hizo.
Las siguientes tres semanas continué atendiendo el teléfono, intentando que la desazón no acabara conmigo. Las ojeras habían empezado a salir y no podía dejar de preguntarme qué había pasado, dónde estaba el error. Empecé a imaginar mil excusas que me permitieran especular con una explicación razonable a ese comportamiento tan extraño. Siempre podía haber dicho que no a una posible cita. La duda me reconcomía y convertí mi día a día en una invención de historias.
Pasé aquel tiempo como pude y al volver de un fin de semana un tanto turbio, pedí volver a mi puesto de trabajo y que otro se encargara de la centralita. Necesité tres semanas más para recuperar cierta normalidad, para dejar de pensar en aquellas llamadas que durante dos semanas fueron un aliciente. Ahora volvía a estar en mi cubículo entre tres mamparas grises, con la foto de un perro en el lateral y, de fondo, una ventana que cada día, sobre las seis, me entregaba una luz perezosa para despedir la tarde.