jueves, 1 de marzo de 2018

NOUVELLE CUISINE







El momento más extraño del todo el año fue cuando de una manera inesperada, y sin motivo aparente, recibí una nota convocándome en el restaurante del observatorio de la ciudad.  En ella no se especificaba ni el motivo, ni si el anfitrión pensaba invitar o no, y para mí eso último, en aquel momento de mi vida, era crucial. Así que no fue nada extraño sentir como un sudor frío me recorría la espalda y un “mierda” quedaba colgado de la punta de la lengua. Las invitaciones requieren señorío y hoy en día ya no se presume. El pago a escote se ha impuesto incluso cuando recibes una invitación para una boda. Son las invitaciones, esas convocatorias a traición a las que te sientes obligado a acudir y de las que sabes de antemano que acabarás abriendo el billetero y soltando unos buenos euros. Este era el caso, no porque fuera una boda, que no lo era, sino porque desde hacía años mi relación con aquella persona que me citaba y el grupo con el que se relacionaba era más que exigua. Por eso la curiosidad me podía. Eso y que aún hoy, después de tanto tiempo, me era difícil decirle que no, aunque no le debiera absolutamente nada. En mi economía de guerra, una comida en un lugar como aquel me iba a provocar un agujero a tapar con arroz hervido y pollo durante todo lo que quedara del mes. Pero no pude resistirme y el día y hora indicado allí estaba, vestida con una falda que me apretaba más de lo deseable en la cintura. Entre despacio, buscando con la vista a aquel que fuera mi mentor y allí no había nadie. Y nadie era nadie. Me dirigí a la cocina escuchando el sonido de mis propios pasos. Entré intentando que el batiente de la puerta no terminara por empujarme hasta el fondo de aquella estancia, también vacía. Empecé a preguntarme si todo aquello formaba parte de un juego estúpido del que nadie me había explicado nada y si debía salir corriendo antes de que apareciera alguien que quisiera acabar con mi vida o venderme una enciclopedia de nouvelle cuisine Pero me entró hambre. Sobre una mesa encontré unos plátanos. Cogí uno, me senté en la encimera y me lo comí como si no hubiera un mañana. Al terminar me deshice de la piel con el triturador industrial, me lavé las manos y me las seque frotándolas contra los faldones del abrigo. El silencio continuaba siendo absoluto. Di media vuelta, salí de la cocina y atravesé el comedor sin cruzarme con nadie. Llegué a la calle sin saber qué había pasado, ni comprender qué estaba haciendo allí. En la puerta, el conserje me despidió con un movimiento de la cabeza. Empecé a bajar la calle, sin entender nada. Busqué la nota en el bolsillo y ahí estaba, fechada tres años atrás. Seguí caminando bastante más ligera.








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