martes, 18 de abril de 2017

PARAÍSO



El tabaco del narguile estaba demasiado apretado, como sucedía con frecuencia en casa de su amigo, y el agua burbujeaba malhumorada. Aziz estuvo persuadiéndolo pacientemente hasta que por fin cedió y el aroma del tabaco se extendió a chorros por su nariz y sus pulmones, expulsando el humo de las hogueras de estiércol que los había invadido mientras el joven médico cruzaba el bazar. 

Edward Morgan Forster






Llevamos sin dormir, cambiando de trenes, más de veinticuatro horas. Empieza a dolerme la espalda, pero no importa. La novedad y el entusiasmo que me genera todas y cada una de las cosas con las que me voy tropezando superan con creces el agotamiento que empiezo a arrastrar. Viajar por el gusto de no quedarse quieto es una de las inmensas maravillas de las que goza el ser humano. Por el camino, entre los campos de un cereal que no reconozco, los niños caminan volviendo de la escuela en la que han pasado todo el día. El contraste entre sus uniformes azules y la tierra severa es una de las mayores contradicciones de esta tierra tan rica y tan pobre a la vez. Al cruzar la última aldea, antes de entrar en la nada, el tren reduce la velocidad y un grupo de mujeres sube para vender cocos; bolsitas de leche de unas vacas famélica, que sobreviven con las cuatro hierbas que crecen junto a las vías del ferrocarril; y flores de franchipán para vestir la melena. Compro un coco que parto contra la agarradera de la banqueta y me encomiendo a la naturaleza para que esta temeridad no me lleve a tener que correr, en las próximas horas, a un baño que no existe. 
Dejamos atrás una hilera de chozas que corren en paralelo a la vía por la que marchamos y que marca la frontera entre lo fugaz (nosotros) y lo que siempre permanece (ellos). Vamos tan despacio que se puede contemplar la vida sin que nuestra presencia, escondida tras el casco de un tren, llame la más mínima atención. 
La vista de lo escaso devuelve la idea de lo imprescindible, de lo que en verdad es esencial. 
Nos adentramos en páramos casi desiertos, salpicados por algunas pozas de agua verdosa en las que los bueyes de agua campan a sus anchas. 
Me asomo a la ventanilla una vez más. Está atascada desde que salimos, pero el aire, aunque caliente, alegra un poco el bochorno de este vagón ruinoso. El aire huele a bosta y a tabaco viejo. Una bandada de pájaros recorre la línea del horizonte. Pronto anochecerá y el viaje seguirá alumbrado con apenas la luz de lo que parecen unas linternas colgadas del techo del vagón. Aprovecho los últimos rayos de sol para escribirte esta nota.




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