miércoles, 25 de febrero de 2015

EL LECTOR NO ES TONTO






En el marco de la Semana de la Novela Negra de Barcelona 2015, la escritora islandesa Yrsa Sigurdardottir presentó, entre una gran expectación de los medios, su novela “Sé quién eres” publicada por  Random House
Durante los últimos años no son pocos los escritores nórdicos que copan el género de la novela negra. Parece como si el hecho de tener un nombre absolutamente impronunciable y un escenario helado fueran garantía suficiente para escribir una novela de calidad que otorgue el éxito de la crítica y, lo que es más complicado, colmar las expectativas de los lectores.


Sin embargo, la última novela de Sigurdardottir, es la prueba de que no es así. La combinación de crímines y fantasmas no siempre funciona. Ese es solo uno de los no pocos problemas de la novela. Psiquiatras, policías, cabañas, niños desaparecidos y simbología religiosa, todo agitado hasta convertirlo en una historia, necesitan de mucha maestría para que cuajen bien y no parezca un simple catálogo al uso nórdico de los elementos a mezclar en una novela negra. Y en este caso, sin querer poner en duda la gracia o el oficio que pueda tener la escritora, esos ingredientes tan golosos, por mal combinados, en esta novela no solo no funcionan sino que a poquito que uno le ponga interés puede terminar con una sensación de estafa importante. Quedan un sin fin de interrogantes abiertos, los protagonistas son tan insulsos que uno no sabe a quien tiene enfrente, son tantos flecos colgando, tanta historia traída por los pelos, que cuando se llega a las últimas páginas del libro, la sensación de tomadura de pelo es mayúscula.

Quizá debemos empezar a poner en cuarentena toda esa caterva de libros y de escritores de nombre impronunciable a la hora de leer novela negra, pues no son pocas las ocasiones que, aprovechando el tirón de la saga Stieg Larsson,  se lanzan productos al mercado sin madurar a modo de carnaza (congelada eso sí) para alimentar a lo bruto. El lector no es tonto, no todo vale y eso deberían tenerlo en cuenta no solo los escritores sino también las editoriales.


domingo, 22 de febrero de 2015

EL DORADO



En medio de esa fuga sonora me acordaba de san Agustín asombrado ante san Ambrosio, 
quien parece que había descubierto una manera de leer sin pronunciar las palabras.


Después de un par de años fuera de España volví a casa. El contraste fue abismal. Durante los últimos tiempos en Etroid, además de los largos meses que coexistía con un frío atroz, vivía con la sensación de que nada no importaba demasiado. La tierra de los emigrantes, grata y generosa en apariencia, se convertía en ocasiones, demasiadas incluso, en la tierra del olvido. Sus habitantes parecían arrastrar siempre el peso de la melancolía infinita en la que siempre se transforma el deseo del regreso que no se materializa jamás. Nada importaba demasiado porque en lo que tardaba en llegar el amanecer, un manto de indiferencia, en lo sustancial, lo cubría todo. Con el cambio de día, la probabilidad de que alguien recordara tu nombre era prácticamente nula. Cambios constantes que lo convertían todo en menos que cero. 
Mi estancia fue siempre circunstancial y aun a sabiendas que mi vuelta estaba incluso pactada, no podía evitar esa misma sensación de lejanía, desconcierto y tristeza que te entrega el saberte extranjero. Extranjero en el alma.

Cada rincón, cada esquina, cada estación de metro se convertía para el extraño en el escenario imaginado de despedidas que jamás se iban a suceder. Puede que ahora, por esa esperanza en el regreso, Etroid aparezca siempre medio en ruinas. La televisión devuelve la misma imagen ronca de entonces solo que con un aspecto menos feroz. La sombra de una ciudad que un día fue y que guardaba los restos de un antiguo de El Dorado que ya nadie recuerda. Asumir la pertenencia que el tiempo ha consolidado, que se lee en los ojos de los más viejos, es parte de la derrota.

Al observar el ritmo de la ciudad una enorme sensación de vacío te sigue atravesando. Pero aun así, recuerdo la sensación de buscar, entre los pasos perdidos de los que recorren unas calles huérfanas de todo, una mirada, unas palabras que hermanen en la distancia. Miradas con la que nunca te cruzas porque en Etroid todo el mundo mira al suelo, contando los adoquines, guardándose el vaho entre las manos, porque en el fondo temen que alguien les dirija la palabra, porque no hay nada que decir, salvo un lacónico e imposible: que tengas un buen viaje.




miércoles, 18 de febrero de 2015

ESMOG


El amor es fe y no ciencia.


No había faltado a su palabra. El trece de noviembre, llegó su nota una vez más. Se reuniría conmigo en cualquier lugar que yo le hiciera saber, si así lo quería. Se hospedaba en el Palace. Preparé una carta, con un trazo un tanto temblón, en la que le explicaba los pormenores de los últimos años y mi firme voluntad de no volver a escribirle más. En mi interior, pero, la curiosidad batallaba con la serenidad ¿Cómo estaría?, ¿Habría envejecido bien?, ¿Mis canas serían como las suyas o su cabeza estaría coronada por una señorial alopecia?

Atravesé la Gran Vía envuelto en una enorme nube de polución. El agobiante esmog, del que tanto habíamos hablado en el pasado, me acompañó todo el camino. Al llegar frente al hotel, abrí la cartera, busqué entre mis cosas y extraje el sobre que encerraba las cuatro letras en las que intentaba resumir mi vida y el punto final que esperaba. Entré, no sin antes mirara el reloj, eran las cinco y media de la tarde. Las recepciones de los hoteles son lugares extraños, una especie de tierra de nadie en la que la vulnerabilidad de los huéspedes, de los visitantes es tan evidente como desconcertante. Dejé el sobre a nombre de Nicolaiev haciendo especial hincapié a que se le entregara a las seis en punto, ni un minuto antes, ni un minuto después. Intenté asegurarme de ello entregando un billete que más parecía una limosna que el pago de un capricho senil.

Salí a la calle, expulsado por la indiferencia de la puerta giratoriag crucé de acera y me senté. Miré el reloj sin perder de vista la fachada. Busqué la segunda planta y conté tres ventanas hacia la derecha. La sombra apuntada de un violonchelo por detrás de la cortina me confirmó mis sospechas, la misma habitación. Las mismas costumbres y seguramente las mismas manías. Me sentí un anciano, el anciano que en realidad ya era. Crucé las manos sobre el regazo y esperé sin saber demasiado bien el qué. Empezaba a oscurecer. En realidad, ya no quería nada, no esperaba nada, o tal vez sí, quizá que aquella niebla atronadora, pegajosa, cubriera los últimos vestigios de lo que algún día fuimos y los dos pudiéramos descansar en paz.





domingo, 15 de febrero de 2015

ABANAR


"En la vida de hoy, el mundo solo pertenece a los estúpidos, a los insensibles y a los agitados".


Una invasión de moscas enanas ha llenado el patio y caminan torpemente por la cristalera del dormitorio como si fuera una pista de hielo muy particular. Sino fuera porque mis vecinas, las dominicanas, durante toda la semana han dado buena muestra de estar vivas, pensaría que alguna de ellas descansa el sueño de los justos, exhalando los humores de los que nacen toda clase de bichos que llenan los pisos colindantes. Pero no. Viven y follan con la alegría de los veinte años, de eso podemos dar buena cuenta todos los que compartimos paredes con ellas. Por eso el misterio de las pequeñas moscas que revolotean entre los restos de unos jazmines que murieron con las últimas heladas. Carlos, inclinado sobre el terrazo del patio, las observa con detenimiento como si fuera un entomólogo en plena investigación,  y concluye que son mosquitas de la fruta.

Miro hacia arriba, las ventanas del resto del edificio siguen cerradas a cal y canto. No pongo en duda su conclusión, pero no sé si su rigurosidad en la interpretación de la elasticidad de los materiales de construcción son transmisibles a la biología. ¿Moscas de la fruta? ¿En febrero? Solo espero que no sean moscas de la fruta de la pasión porque de ser así quizá mi inicial preocupación por la siniestra llegada de los bichitos no carecería de cierta lógica.

Pero es domingo,  amanece gris, como los últimos domingos de este invierno guasón, y mientas preparamos una cafetera generosa de las de antes, nos repartimos las tazas y nos dividimos por la casa, buscando cada uno sus gafas, para aprovechar esos instantes, casi siempre inexistentes, de tranquilidad absoluta. Releer a Pessoa y escuchar a Billie Holiday para concluir que cualquier tiempo pasado fue siempre anterior,  mientras con la mano abano unas moscas diminutas pero muy pesadas.


domingo, 8 de febrero de 2015

SIMBIOSIS



Muchas cosas pueden tener sentido y pertinencia, 
es la vida la que no los tiene, el todo no tiene ningún sentido
pero cada una de sus partes por separado sí.


En los barrios populares la crisis también enseña la cara a la hora del paseo. En las mañanas soleadas se puede ver a los ancianos del lugar paseando perros pequeños que desde hace años sustituyen la compañía de aquellos que se fueron de manera definitiva, o la de ausencia de aquellos otros que, por el motivo que sea, se alejaron de sus mayores. Muchos de los perros que acompañan a nuestros abuelos son el regalo de unos hijos que se sienten desbordados por sus propias vidas, sus obligaciones, incluso por la misma soledad de sus mayores. Por eso muchas de estas mascotas se han trasformado en el salvaconciencias de los medianos de la manada y en el último refugio sentimental de muchos de nuestros mayores. Con ellas se les entregan una obligación de cuatro patas que les mantendrá ocupados gran parte de su tiempo. Un tiempo que se ha ido vaciando de obligaciones y que se multiplica por mil cuando no se tiene con quien compartir la vida adulta. Estas compañías peludas les obligan a salir a la calle no menos de tres veces al día, a atenderles en sus necesidades (porque no hay nada tan dependiente como un perro o un gato urbano), y a disimular, con ellos, la permanente soledad de lo que en sus tiempos fue un hogar lleno de vida y que ahora pesa en la conciencia.

En mi barrio hace tiempo que desaparecieron aquellas mujeres que agarraban del brazo a los más ancianos para acompañarlos a la farmacia, al supermercado y a dar una vuelta durante las horas del sol. ¿Qué economía puede permitirse el lujo de una compañía previo pago? Ahora son las correas de perros diminutos y los carritos habilitados con asiento lo que llenan las plazas, los bancos de las calles y el ambulatorio, los que pintan la soledad de no pocos.

Esta mañana, pese al frío que tenemos desde hace una semana, en el paseo, al sol, descansan docenas de ancianos, casi todo ellos acompañados de canes diminutos que dormitan lánguidamente a los pies de sus amos. Los cuatro rayos del sol de este febrero glacial convierten la calle en un patio abierto a los cuatro vientos, rayos  que calientan los bancos de hormigón que el tiempo y la política municipal sustituyeron a aquellos antiguos de madera que vestían las calles de un modo más cálido y acogedor. 

Paseo junto a los ancianos, buscando un poco del mismo calor que ellos. Algunos de los perros, compañía silenciosa que nosotros nos olvidamos de dar, levantan la cabeza para dejarla caer de nuevo, mansamente, sobre las zapatillas de sus amos. Reconozco algunas caras de siempre que el tiempo hará desaparecer y que olvidaré en cuanto deje de verlas. Es el implacable paso del tiempo. Los tiempos de las estridencias quedaron atrás. Mientras llego al final de la calle me pregunto: ¿A dónde irán a parar todas esas mascotas que son el refugio emocional de tantos? La simbiosis que casi siempre se produce entre dos seres tan distintos, pero tan complementarios hacía el final de la vida de nuestros ancianos, me hace pensar que aquellas que los sobreviven perecen al poco tiempo, sin pompa y con bastante olvido. 



viernes, 6 de febrero de 2015

SUAVE ES LA NOCHE


La misión del artista es examinar las fronteras de la conciencia.


Si tuviera que darle las gracias no sé si debería hacerlo por haber despertado mis ganas de volver a dibujar, o por haber conseguido que odiara el sexo vertical. La fractura de una vértebra, que se ha convertido en la muesca que mi cuerpo guarda de aquella relación tan primitiva, marca el ritmo de las estaciones, una cadencia que ha perdido los tempos.  Ya no existe la primavera, ni el otoño, solo nos queda lo extremo y de eso soy consciente desde entonces, desde que los juegos a cuatro manos, dos lenguas y una escasa media hora dejaron su tarjeta de visita en forma de dolor  lumbar estacional.
Escoger el subterráneo que comunica las dos bandas de la Gran Vía como escenario de nuestros escarceos rozaba lo infantil, lo escatológico y lo ridículamente gimnástico. Mientras su boca se afanaba en jugar buscando la mía, el olor a orín se colaba por todas partes, y aquel olor dulzón que por lo general desprendía su piel desaparecía sin que mi nariz, que buscaba entre su pelo, entre su clavícula, por detrás de sus orejas, encontrara el más mínimo rastro aun sabiendo que ahí debía estar, porque lo sabía, lo conocía, lo quería y lo necesitaba. El tufo reptaba por su cuerpo, por el mío, hasta provocarme una  arcada violenta que nos llevó al suelo, con la falda desmadejada y la espalda tocada para siempre. Fue una locura transitoria, grandiosa, que dejó su huella: una profunda aversión a la verticalidad amorosa y a cruzar cualquier paso ciego sin el salvoconducto de unas manos sosteniéndome en la oscuridad.
De eso hace más de tres años y desde entonces las cosas fluctúan con intermitencia y así ya están bien. Sé que tarde o temprano volverá a aparecer y sé, también, que es cuestión de añadir a la fuerza física del que puede sostenerlo todo en volandas, algo de cabeza para que las acrobacias no sean mortales. A veces, pese a su mala fama, la horizontalidad no es tan mala cosa.
Y todo eso acude sin pensar, mientras termino los cuatro apuntes que le enviaré a su estudio, como siempre; bebo una copa de vino blanco, restos de una anterior batalla,  y porque siento punzada que avisa del frío que vuelve. Pero algo pasa por ahí, pues la tarde se arrastra entre recuerdos que se muestran como posibles mañanas y los avisos llegan por el final de la columna. En la otra punta de la ciudad se escribe un futuro de promiscuidad genuina que busca más allá del simple sexo. Seguimos desperdigados, en contacto vertebral, un poco locos, un poco enfermos, y un poco reticentes a perder, por ahí, la fatalidad de la suave noche.




miércoles, 4 de febrero de 2015

ÁNIMA


No hay disfraz que pueda largo tiempo ocultar el amor donde lo hay, ni fingirlo donde no lo hay.


Tienes siete mentiras escondidas entre los dedos. Dos se deslizan sobre la mesa en la que descansas, esperando que cualquier ingenuo, llamado por su engañoso esplendor, las recoja como un tesoro, sin saber que aquello que guardará es lo que le consumirá el ánimo, la esperanza y el deseo. Tienes siete mentiras escondidas, cinco de las cuales, aun hoy, te pudren el alma. No tienes salida.


lunes, 2 de febrero de 2015

GISELLE Y CAPERUCITA PERDIDA POR LA AUTOPISTA


Pero ¿Qué te ocurre? Sabía perfectamente lo que le ocurría. El amor.


Llegué el viernes sin avisar demasiado que iba. Había apuntado que tal vez, que quizás, que si la cosa se ponía a tiro, pero lo cierto es que tenía los billetes desde hacía un par de meses. La intención de sorprenderles a la salida de la escuela hizo que durante semanas me mordiera la lengua y me hiciera la loca. Y loca me volví, y el resto un poco también, porque si hay algo que me gusta es mi gente, los míos. Y son capaces de trastornarme para bien y, por qué no decirlo, para mal también. Por eso casi nunca importan las cosas coyunturales, y no importa que el termómetro no suba ni poniéndolo en agua caliente, ni que las turbulencias te dejen medio cao, ni siquiera los kilómetros conduciendo entre la niebla como si fueras Caperucita perdida en mitad del bosque. Y casi tampoco importa, aunque a veces se crea que sí, que cuando la cosa se acaba a una le quede la sensación de que se pierde parte de la vida, de la vida de otros que es la vida de una misma, porque se sabe de antemano (y de mano después), que la cosa va así. Así que si un día alguien les llama para decirles que lo que más le gustaría en el mundo es que estuvieran allí, no lo duden, vayan. Lo circunstancial apenas importa más que si va a convertirse en una excusa. Cuando algo importa ningún esfuerzo es demasiado, y lo de menos, en este caso, era Giselle. Pero no, Giselle cuando tienes nueve años también importa, y mucho.