viernes, 29 de junio de 2012

PINTAMONAS


He pintado una pared de rojo y el resto ha quedado de un blanco impoluto. Recojo los papeles, los plásticos y dejo abierta la ventana para que esta pequeña revolución doméstica se seque y no me asfixie esta noche mientras duermo rendida, después de pasar la noche en vela y haber consumido la tarde rodillo en mano mientras Antonio Machín le ponía la banda sonora a esta chifladura.
Así que, a golpe de cadera, grandes dosis de sudor y agua mineral, redecoro mi vida y, con mi poco dotada voz, una tras otra, canto toda la discografía de Machín. 

Al final será cierto que cuando uno anda enfrascado en lo manual, esquiva lo mental. Ya pienso en si debo alicatar el baño, cambiar el suelo del salón o dedicarme a desmontar los radiadores de la calefacción.

Ahora, después de la ducha reparadora, con el silencio de la noche del viernes, roto únicamente por la pegadiza voz de Machín, que sigue sonando de fondo y el de este teclado que escupe sandeces, voy a por una copa con la que brindaré a mi salud, por mis dificultades para comprender algunas cosas, por mi innegable adicción  a ensimismarme, a escribir cartas que corrijo una y otra vez que terminan en una caja de galletas donde finalmente se mueren.

Pero una es así, y estas alturas de su vida, con lo que lleva llovido, no parece que esa una vaya a convertirse, por arte de birlibirloque, en un ser racional.

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"Cuando Boris se marchó  de repente, llevándose su cuerpo y su voz, yo empecé a flotar". "Mi drama era que mi interior había llegado a tocar el exterior" "La indiferencia era el remedio, pero no sabía encontrarla en mí."




miércoles, 27 de junio de 2012

DE PATRIAS EXTRAÑAS


Escucho a Herta Müller con curiosidad. Es menuda, casi enjuta, viste totalmente de negro y sostiene un flequillo imposible con unas gafas de sol. Toma la palabra y su discurso sobre la patria y el lenguaje, que parece elaborado ex profeso para atraer a auditorios rendidos a una gran escritora, Premio Nobel en justicia, carece de consistencia y de coherencia. Me genera cierta desconfianza, tanta como a ella dice generársela el lenguaje. 

Sigo escuchando de un modo disciplinado, y aunque comprendo lo que dice, no comparto la manera en la que Müller establece la corresponsabilidad, o la falta de ella, entre lengua y patria.
 
Puede que sea yo quien esté equivocada y lo inconsistente sea mi pensamiento, porque jamás, nunca, contrariamente a lo que sostiene Müller, puedo entender que la lengua materna, esa que de un modo indefectible surge cuando uno se expresa desde lo más hondo, casi siempre con uno mismo, sea una cárcel que aprisiona. Precisamente creo lo contrario. La lengua materna acostumbra a liberar aún en las peores circunstancias, cuando no queda nada, aún cuando queda reducida, en su uso, a un reducto incluso semi-oculto. Y es que estoy convencida que cuando hablamos con nosotros mismos, cuando lo visceral en lo esencial se transforma en palabras, lo hacemos con esa lengua originaria, casi primigenia, que se convierte en el hilo conductor de nuestras emociones. 
Por eso, ni en los peores escenarios, no puedo creer en esa lengua como carcelera y ello sin perjuicio que por pura elección aparquemos la lengua del sentimiento y nos lancemos a esa otra lengua que en ocasiones también existe, y que se combina en nuestro cerebro a fuerza de uso práctico.

Dice Müller que los que no hemos vivido el infierno de una persecución a muerte, no podemos hablar, al menos a la ligera, de la lengua como patria. Sin embargo, creo que se equivoca, la lengua se transforma en patria en muchas ocasiones, sin necesidad de grandes desgracias, y se convierte en ese reducto único al que podemos acudir. Los biligües algo sabemos de eso.

Y debe ser por todo eso por lo que me siento mucho más cercana a aquel escritor, al que jamás podré identificar, que me confirma que hay alguien en el mundo que, al igual que yo, piensa que la patria es ese tiempo que hemos perdido y al que sólo podemos volver cerrando los ojos, apretándolos muy fuerte, para que esa lengua que construye por dentro acabe esparcida en algunas hojas en blanco, aunque éstas acaben minuciosamente desmenuzadas para que nadie las lea.

Aún así, ante la literatura de Herta Müller no queda más que quitarse el sombrero.

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"El amor tiene sus estaciones. El otoño ponía fin al parque. Los árboles se quedaban desnudos. Las citas se trasladaban, junto con nosotros, a los baños Neptuno. Junto a la puerta de hierro colgaba su emblema ovalado con el cisne. Cada semana me encontraba con uno que me doblaba la edad. Era rumano. Estaba casado. No diré cómo se llamaba, ni tampoco cómo me llamaba yo. Acudíamos a diferentes horas; la cajera en la vidriera emplomada de su cubículo, el brillante suelo de piedra, la redonda columna central, los azulejos de la pared decorados con nenúfares, las escaleras de madera tallada no podían concebir la idea de que habíamos quedado.
Íbamos a la piscina a nadar con los demás. Sólo nos encontrábamos en la sauna".
 Herta Müller


Chet Baker - Alone Together


 

"La lengua como patria" Herta Müller, conferencia en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona, el 26 de junio de 2012.
http://www.cccb.org/ca/curs_o_conferencia-conferencia_de_herta_muller-40769

lunes, 25 de junio de 2012

SHE'S A LADY


"Fuego sutil dentro de mi cuerpo, todo presto discurre; los inciertos ojos vagan sin rumbo; los oídos hacen ronco zumbido".
Safo

He dividido la pantalla del ordenador en tres partes absolutamente irregulares. En la primera, a mi izquierda, la más estrecha de todas, muestra una lista de reproducción musical que de un modo aleatorio y sin fin, va llenando las horas de esta noche que no se acaba nunca. En el centro, una pantalla en blanco, ficticia, que espera. A la derecha, a punto de precipitarse al vacío, la imagen de “Room in New York” de Edward Hopper.

¿La literatura siempre se escribe? Contestar un rotundo sí sería demasiado sencillo. Hopper escribió utilizando los pinceles. Hablar, en este momento, de este pintor puede parecer oportunista, y lo es. 
Pero existen ocasiones en las que se acumulan pequeños déjà vu que, al acecho del despiste cotidiano, de oportunismos no buscados, devuelven a la boca el sabor añejo de la melaza de un ron de caña más que infernal.

Es la casualidad, esa que no existe y un poster de la Sheldon Memorial Art Gallery, la que me devuelve a esa cama que abrigó ilusiones, proyectos, que no lograron sobrevivir al invierno, pero que se convirtieron en líneas de vida a las que sujetarse cuando, como en el cuadro de Hopper, lo cotidiano se impone y aísla dejando como único asidero el recuerdo de un pasado que existió y quedó aparcado sin remisión. 

Y la mujer de rojo, que esconde su pelo en un recogido indulgente, que reposa perdida entre el teclado de un desusado piano, sabe de eso y recrea una vida que no ha existido jamás.

Puede que sea oportunismo, pero ¿qué más da? Las historias de Hopper son intemporales.



domingo, 24 de junio de 2012

NO ERA UN ABIES ALBA


Espero una llamada y como la impaciencia me puede, decido bajar a la calle. Una vuelta a la manzana dejando el reloj sobre la mesa y ya veremos qué pasa. Cuando tenga que ser, será. No porque yo ande esperando y mirándome la muñeca, el tiempo pasará más rápido.

Tengo hambre y me doy cuenta que llevo un día entero sin comer. Ayer me salté el almuerzo por obligación y la cena ya no cabía. Así que, llegado el mediodía de nuevo, siento el pellizco del apetito. No debo estar tan mal. Cuando uno piensa en que debería comer es que aún queda esperanza y lo que menos importa, en ese preciso instante, es la velocidad de la sangre o si mañana, o pasado, no llega.

Entro dispuesta a tomar una ensalada y algo un poco más contundente que aplaque lo que ha dejado de ser un pellizco y comienza a ser verdadera ansiedad por probar bocado, por sentarme y estirar las piernas simulando conservar puestos los zapatos mientras, primero uno, y después el otro, bailan colgados de la punta de los dedos de mis pies y los tacones, sufridores del empeño en llevar la corriente, bambolean al ritmo de la Krall.

A veces olvido que escaparse es de los pocos placeres que aún no están prohibidos y que hacerlo, cuando todo el mundo espera que estés a su disposición, casi siempre multiplica esa deliciosa sensación. Y debe ser por eso que, durante una hora, mientras nadie entra en este estupendo establecimiento, presidido por un gigantesco árbol ficus y un delicioso aroma a chocolate de Madagascar, escribo una nota que rompo nada más terminar, y releo algunos párrafos que marqué en la última novela que trasporto en el bolso.

Pago la cuenta, y el roce del cuero en el empeine me recuerda que soy de carne y hueso, que me equivoco, mucho, y que he terminado alterando el orden de mis prioridades de un modo absolutamente erróneo. 

Vuelvo y ya no importa, ni el reloj, ni la llamada, ni la velocidad. Ya no importa nada y me siento bien.

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"Cuando una sociedad ya no sabe qué propósitos tiene, cuando ya no la rige la lucha por el alimento y la seguridad, todo cuanto queda es la vida privada. Y cuando no existe un objetivo superior, en lo más hondo de nuestro ser todos somos anarquistas, así que nos acostamos unos con otros.

<<Dios mío>>, se dijo, <<qué fraude son todas las ideas...¡Lo único que todo el mundo quiere es amor!>>".

[Diana Krall] I Miss You So. - [Diana Krall] I Miss You So.

viernes, 22 de junio de 2012

EASY LIVING


Le deseo grandes dichas pese a que nunca sabrá lo mucho que se las deseo, a pesar de que esas, precisamente, son las que de un modo absolutamente rotundo le llevan a apartarse de esta orilla. La admiración no tiene freno y la mía que empezó por lo profesional, se refugió en lo personal para, de una forma silenciosa y tortuosa, volver por imposición suya a lo meramente profesional. 

Es capaz de conmoverme y capaz de dejarme inerte al mismo tiempo. Cosas de no controlar  la deriva de sensaciones. Cuestión de tiempo, de que llegue la calma y que las aguas, que algunos días bajan bravas, se amansen por si solas. No se puede remar contracorriente.

Ayer 21 de junio fue sin duda un día especial. No para mí que sigo a la espera de que los más oscuros presagios sobre los avatares de eso que ha decido crecer de modo irregular e indefinido, queden reducidos a un mero susto.  Pero sin duda lo fue. Y mientras distraía el tiempo en una sala de espera, aséptica y descorazonadora, pasando de lo profesional a lo personal y vuelta a empezar; leí la carta que Françoise Sagan escribió, en tal día como ayer, a Jean Paul Sartre.

Hay admiraciones, empatías, que duran toda una vida. Sin duda.

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Querido señor:

Y le llamo «querido señor» pensando en la interpretación infantil que de esta palabra hace el diccionario: «un hombre cualquiera». No voy a llamarle «querido Jean-Paul Sartre» porque resulta demasiado periodístico, ni «querido maestro» porque sé que es algo que usted detesta, ni «querido colega» porque resulta demasiado abrumador. Hace años que deseaba escribirle esta carta, de hecho, casi treinta años ya, desde que empecé a leerle, y especialmente diez o doce años, desde que la admiración, a fuerza de tanto ridiculizarla, se ha convertido en algo tan infrecuente como para que casi nos felicitemos por el ridículo. Quizá haya envejecido o rejuvenecido lo suficiente como para que en este momento no me importe nada ese ridículo al que usted, soberbiamente, jamás ha prestado la menor atención.

Tenía especial interés en hacerle llegar esta carta el 21 de junio, un día afortunado para esta Francia que vio nacer, con varios lustros de intervalo, a usted, a mí y, más recientemente, a Platini, tres personas excelentes que han sido llevadas a hombros o pisoteadas salvajemente -gracias a Dios, en su caso y en el mío, solamente en sentido figurado- por excesos de honor o inexplicables indignidades. Pero los veranos son cortos y agitados y se marchitan. He terminado por renunciar a esta oda de aniversario, y sin embargo sentía la necesidad de decirle lo que voy a decirle y que justifica este título sentimental.

Pues bien, en 1950 empecé a leer de todo, y Dios o la literatura saben a cuántos escritores he admirado y cuántos me han gustado desde entonces, sobre todo escritores vivos, de Francia y de otros países. Después he conocido a algunos, también he seguido la carrera de otros, y si bien todavía quedan muchos a los que admiro, usted es sin duda el único al que sigo admirando como hombre. Todo lo que me prometió a mis quince años, una edad a la vez severa e inteligente, una edad sin ambiciones precisas y por tanto sin concesiones, todas esas promesas las ha cumplido usted. Ha escrito los libros más inteligentes y honrados de su generación, ha escrito incluso el libro más rebosante de talento de la literatura francesa: Las palabras. Al mismo tiempo, siempre ha acudido humildemente al socorro de los débiles y de los humillados, ha creído en la gente, en las causas, en las generalidades, en ocasiones equivocándose como todo el mundo, aunque (y en esto, contrariamente al resto del mundo) habiéndolo reconocido en todo momento. Se ha negado obstinadamente a aceptar los laureles morales y todas las gratificaciones materiales de su gloria, ha rechazado el supuestamente honorable Nobel cuando nada tenía, tres veces fue objeto de atentados con explosivos durante la guerra de Argelia, se vio en la calle sin pestañear, ha impuesto a los directores de teatro las mujeres que le gustaban para papeles que no eran exactamente los que más se adecuaban a ellas, dando así fe con todo fasto de que, para usted, el amor podía ser, al contrario, «el duelo clamoroso de la gloria». En resumen, ha amado, escrito, compartido y entregado todo lo que podía dar y que era en realidad lo importante, al tiempo que rechazaba todo lo que se le ofrecía en nombre de la importancia. Ha sido usted hombre tanto como escritor, jamás ha pretendido que el talento del segundo justificara las debilidades del primero ni que la felicidad de crear autorizara de por sí a despreciar ni descuidar a sus allegados ni a los demás, a todos los demás. Tampoco ha afirmado nunca que equivocarse con talento y de buena fe legitime el error. De hecho, no ha buscado usted refugio tras la famosa fragilidad del escritor, esa arma de doble filo que es su talento, evitando con ello caer en el común de los narcisos, que no es sino uno de los tres roles reservados a los escritores de nuestra época, junto con los de pequeño señor y gran lacayo. Al contrario, lejos de blandir, como tantos otros, entre delicias y clamores, esa supuesta arma de doble filo, ha pretendido que fuera eficaz, ágil y ligera en su mano y se ha servido bien de ella, la ha puesto a disposición de las víctimas, de las auténticas víctimas, de las que no saben escribir, ni explicarse, ni pelear, ni siquiera a veces quejarse.

Al no pedir a gritos justicia porque no era su deseo juzgar, al no hablar del honor porque no deseaba ser objeto de honra, al no evocar siquiera la generosidad porque ignoraba que era usted la generosidad misma, ha sido el único hombre de justicia, de honor y de generosidad de nuestra época, trabajando sin cesar, dándolo todo por los demás, viviendo sin lujos y sin austeridad, sin tabúes y sin celebración alguna, salvo, claro está, el triunfal júbilo de la escritura, haciendo el amor y dándolo después, seduciendo aunque siempre presto a dejarse seducir, desbordando a sus amigos con sus opiniones en todos los frentes, consumiéndoles con su velocidad, su brillo y su inteligencia, aunque volviendo siempre a ellos para ocultárselo. A menudo ha preferido ser utilizado, manejado, a ser indiferente, y también a menudo ha preferido verse decepcionado a negarse a una expectativa. ¡Qué vida tan ejemplar para un hombre que nunca ha deseado ser ejemplo de nada!

Y aquí le tenemos, privado de la vista, según dicen incapaz de escribir, y a buen seguro sintiéndose tan desgraciado como cabe imaginar. Quizá le guste saber que en los últimos veinte años, allí donde he estado -en Japón, en Norteamérica, en Noruega, en provincias y en París- he visto como hombres y mujeres de todas las edades hablaban de usted con la misma admiración, confianza y gratitud que le expreso aquí.

Este siglo ha revelado ser loco, inhumano y podrido. Usted ha demostrado ser un hombre inteligente, tierno e incorruptible. Y sigue siéndolo. No sabe cuánto se lo agradecemos.



*


Escribí esta carta en 1980 y la publiqué en L’Egoïste, el hermoso y caprichoso periódico de Nicole Wisniak. Naturalmente, antes de hacerlo pedí permiso a Sartre a través de un intermediario. No nos habíamos visto desde hacía casi veinte años. Y aun entonces sólo habíamos compartido algunas comidas con Simone de Beauvoir y mi primer marido, comidas vagamente tensas; y de tarde en tarde en algunos divertidos encuentros en lugares vespertinos poco recomendables en los que Sartre y yo fingíamos no vernos y un almuerzo con un industrial encantador vagamente encaprichado conmigo y que le propuso dirigir una revista de izquierdas que él mismo financiaría encantado (aunque, cuando el industrial en cuestión fue a cambiar su tique de estacionamiento entre el queso y el café, Sartre se mostró desanimado y al borde de la risa; en cualquier caso, poco a poco llegó de Gaulle y su aparición fue la conclusión definitiva de ese proyecto irrealizable).

Tras esos breves contactos, no volvimos a vernos durante veinte años, y durante todo ese tiempo siempre quise decirle lo mucho que le debía.

Sartre, ciego, mandó que le leyeran esta carta y me quiso ver y cenar conmigo cara a cara. Fui a buscarle al boulevard Edgar-Quinet, por donde no paso jamás desde entonces sin que se me encoja el corazón. Fuimos a La Closerie des Lilas. Yo le llevaba de la mano para que no se cayera, y lo cierto es que tartamudeaba de tan intimidada como me sentía. Creo que formábamos el dúo más curioso de las letras francesas y los jefes de comedor revoloteaban ante nosotros como una bandada de cuervos asustados.

Fue un año antes de su muerte. Sería la primera de una serie de cenas, aunque en aquel entonces yo no lo sabía. Creía que Sartre me invitaba sólo por pura amabilidad y también creía que yo moriría antes que él.

Después seguimos comiendo juntos cada diez días. Yo iba a buscarle, le encontraba a punto en la entrada, con su trenca, y huíamos como un par de ladrones, fuera cual fuera la compañía. Debo reconocer que, contrariamente a lo que cuentan sus seres más allegados, y según los recuerdos que conservan de sus últimos meses, jamás me horrorizó ni me abrumó su forma de comer. Sin duda todo parecía zigzaguear un poco sobre su tenedor, aunque en un gesto típico de ciego, no de viejo chocho. No logro entender a los que se compadecen de él en sus artículos y en sus libros, aparentemente afligidos y hablando con desprecio de esas comidas. Deberían haber cerrado los ojos si tan delicada tenían la vista y limitarse a escucharle. Escuchar esa voz alegre, valerosa y viril, oír la libertad de sus palabras.

Lo que le gustaba de nuestra relación, o eso me decía, era que nunca hablábamos de los demás ni de nuestras relaciones comunes: hablábamos, decía, como dos viajeros en el andén de una estación... Le echo de menos. Me encantaba tomarle la mano y que él me tomara el espíritu. Me encantaba hacer lo que me pedía, me daban igual sus torpezas de ciego; admiraba que hubiera sido capaz de sobrevivir a su pasión por la literatura. Me encantaba coger su ascensor, llevarle a pasear en coche, cortarle la carne, intentar alegrarnos las dos o tres horas que pasábamos juntos, prepararle el té, llevarle whisky a escondidas, escuchar música juntos, y sobre todo me encantaba escucharle. Me daba mucha pena dejarle delante de la puerta de su casa, de pie, con los ojos en mi dirección y el aire afligido cuando yo me iba. En cada una de esas ocasiones tenía la impresión, a pesar de nuestros encuentros precisos y cercanos, de que no volveríamos a vernos; de que Sartre estaba más que harto de «la traviesa Lili» -esa era yo- y de mi hablar entrecortado. Temía que nos ocurriera algo a uno o al otro. Y sin duda la última vez que le vi, delante de la última puerta esperando conmigo el último ascensor, estaba más tranquila. Pensé que para él yo era un poco importante; no se me ocurrió que muy pronto poco podría hacer eso por conservarle la vida. Me acuerdo de esas extrañas comidas, gastronómicas o no, que celebrábamos en los discretos restaurantes del XIVe arrondissement.

-¿Sabe? Me han leído su «carta de amor» -me dijo en una ocasión al principio-, y me ha encantado. Aunque ¿cómo pedir que me la relean para poder deleitarme con todos sus cumplidos? ¡Seguro que me toman por paranoico!

Fue entonces cuando le grabé mi propia declaración -cosa que me llevó seis horas, pues no paraba de tartamudear- y pegué un esparadrapo a la cinta para que la reconociera al tocarla. A veces, en sus tardes de depresión, quería escucharla a solas, aunque sin duda lo hacía para complacerme. Decía también:

-Está empezando a cortarme los trozos de carne demasiado grandes. ¿No me estará perdiendo el respeto?

Y en cuanto me afanaba sobre su plato, él se echaba a reír.

-Es usted muy amable y eso es buena señal. La gente inteligente es siempre amable. Sólo he conocido a un tipo inteligente y malvado, pero se trataba de un pederasta y vivía en el desierto.

Y es que había tenido a menudo a su alrededor hombres, esos jóvenes ancianos, chiquillos, esos viejos chiquillos que le reclamaban como padre, a él que sólo había disfrutado de la compañía de las mujeres.

-¡Ah, pero me agotan! -decía-. Lo de Hiroshima es culpa mía, lo de Stalin es culpa mía, sus pretensiones son culpa mía, y culpa mía es su estupidez...

Y se reía de los subterfugios empleados por esos falsos huérfanos intelectuales que le querían por padre. ¿Padre, Sartre? ¡Qué idea! ¿Marido, Sartre? ¡Tampoco! Amante quizá. Esa soltura, ese calor que incluso ciego y medio paralítico mostraba hacia una mujer eran más que reveladores.

-¿Sabe usted? Cuando empecé a sufrir cierto grado de ceguera y comprendí que no podría seguir escribiendo (por entonces escribía diez horas al día desde hacía cincuenta años y fueron los mejores momentos de mi vida), cuando comprendí que para mí eso se había minado, me quedé muy afectado y llegué incluso a pensar en suicidarme.

Al ver que yo no decía nada y al sentirme aterrada ante la idea de su martirio, añadió:

-Pero ni siquiera lo intenté. Hasta entonces había sido un hombre tan feliz, había sido hasta ese momento un hombre, un personaje tan hecho para la felicidad, que no iba a cambiar de rol así, de golpe. Sigo siendo feliz, por pura costumbre.

Y cuando le oía hablar así, oía también lo que no decía: para no destruir, para no afligir a los míos, a las mías. Y sobre todo a esas mujeres que a veces le llamaban a medianoche, cuando volvíamos de nuestras cenas, o por la tarde, cuando tomábamos el té, y que sonaban tan exigentes, tan posesivas, tan dependientes de ese hombre enfermo, ciego y desposeído de su oficio de escritor. Esas mujeres que por su propia desmesura le restituían la vida, su vida de hasta entonces, su vida de mujeriego, de pendón, de mentiroso, de hombre compasivo o de comediante.

Después, ese último año Sartre se marchó de vacaciones, unas vacaciones divididas entre tres meses y tres mujeres, que él afrontaba con una amabilidad y un fatalismo sin falla. Durante todo el verano creí haberle perdido un poco. Al llegar el otoño regresó y volvimos a vernos. Y pensé que esta vez yo estaría «para siempre»: para siempre mi coche, su ascensor, el té, las cintas, esa voz divertida, a veces tierna, esa voz segura. Sin embargo, otro «para siempre» le esperaba ya. Desgraciadamente un «para siempre» que sólo le incluía a él.

Fui a su entierro sin dar demasiado crédito. Sin embargo resultó un hermoso entierro, con miles de personas de todo tipo que también le querían, le respetaban, y que le acompañaron durante kilómetros hasta su última morada. Personas que no habían tenido la desgracia de conocerle y de verle durante todo un año, que no tenían en la cabeza cincuenta lugares comunes desgarradores de él, personas que no le echarían de menos cada diez días, todos los días, personas a las que envidié y compadecí a la vez.

Y si después me he indignado, naturalmente, ante los vergonzosos relatos en que se retrataba a un Sartre chocho, obra de algunas personas de su entorno, si he dejado de leer ciertos recuerdos de él, no he olvidado su voz, su risa, su inteligencia, su valor y su bondad. Estoy sinceramente convencida de que jamás me recuperaré de su muerte. Pues a veces, ¿qué hacer? ¿Qué pensar? Sólo ese hombre inado podía decírmelo, sólo a él podía creerle. Sartre nació el 21 de junio de 1905, yo el 21 de junio de 1935, pero no creo (de hecho, no tengo ninguna necesidad de ello) que me queden más de treinta años sin él en este planeta.

 

martes, 19 de junio de 2012

CONEY ISLAND


"... Hay quien sabe vivir como un sonámbulo. 
Yo no he logrado aprender este cómodo estilo de existencia...".



A lo lejos se ven los trémulos nubarrones que el cristal oscurece aún más. Si mantienes la mirada fija en el horizonte puedes verlos oscilar en un vaivén casi hipnótico, efecto de una calima insoportable que casa mal con el frío excesivo que hace en el vagón. 

La ventana engulle los tendidos eléctricos y debo dejar de mirar si no quiero marearme. Cientos de bombillas iluminan Coney Island. Si cierro los ojos soy capaz de verlas titilar, pero sé que sólo es una ilusión óptica. Mirar a un punto fijo y parpadear salvajemente de un modo estúpido para que el mundo se ponga del revés.

No hay nada más allá de ti mismo. Todo empieza y acaba en el mismo lugar, lejos de esos paisajes que inventaste un día cualquiera en el que el artificial frío de un mes de junio te congeló por dentro. Pero las bombillas de Coney Island existen aunque sólo tú pueda verlas.





lunes, 18 de junio de 2012

HACHAZOS


Le doy un mordisco a la manzana y la vuelvo a dejar sobre la mesa procurando que no mache los dos últimos folios que me quedan en casa. A veces, creo que mi mesa la gobierna un formidable agujero negro que engulle toneladas de papel y algunas de mis notas, dejando, para mi propia desesperación, las ilegibles, las escritas con el trazo rápido que no servirán absolutamente para nada más que para amontonarse unas junto a otras y favorecer la gula del abismo que habita este estudio.

Alguien me dijo una vez que la mejor manera de entender un problema es diseccionarlo. Vuelvo a la manzana, una fruta que detesto, y dibujo un pentagrama y una clave de sol. Me pregunto por la necesidad de colocarse en un bucle del que conozco el principio y el final.

Una gota de jugo se desliza por la muñeca hasta desprenderse y convertir su nombre en un borrón. No hago esfuerzo alguno para evitar el desastre y el líquido se propaga como un virus devorando cualquier grafismo.

Sigo mordisqueando hasta llegar al corazón, pensando en lo poco me gustan las manzanas, en lo insípido de su sabor, en la ausencia de aroma y en el estúpido matahambres en que las hemos convertido. Llegará el día en el que en esta casa no entre ni una más, pero mientras eso no pase, y las notas indescifrables se acumulen en la esquina de esta mesa de cristal, será mejor creer que no existe, continuar dibujando pentagramas como sólo una analfabeta musical puede hacerlo, y viviendo a través del papel que no desaparece.
 
"Un libro debería ser como un hacha ante el mar congelado que tenemos dentro".  
F. Kafka

sábado, 16 de junio de 2012

RENDIRSE




Tengo que taparme los ojos y  lo hago con las dos manos, apretando fuerte, muy fuerte. Sin embargo, al apartarlas todo sigue igual y no me queda otra que rendirme a la evidencia de la existencia de su otro mundo, otro que se le ensancha a medida que el nuestro, el mío, se estrecha hasta convertirse en el filamento que me ahorca. Me rindo ante la evidencia, sin quererlo y con la voluntad superada.

Reconozco cada una de sus palabras y debo colocarlas lejos porque no son mías, ni son para mí. Y maldigo el preciso instante en que nos cruzamos. No fue ninguna suerte sino todo lo contrario y el tiempo, con la crudeza de la realidad que trae con cada minuto, con cada segundo, se encarga de recordármelo de manera constante. 

Fluctúo entre la tristeza y la rabia, entre la admiración y la desazón. Vuelvo a taparme los ojos con las manos apretando fuerte, muy fuerte y sé que cuando las retire empezará de nuevo el círculo de la rabia y el deseo interrumpido, de la admiración y el rechazo, del abatimiento y la euforia del que sabe que ha perdido toda esperanza y que, pese a ello, volvería una y mil veces a ese preciso instante en que el mundo se paró de modo inesperado.





jueves, 14 de junio de 2012

ALL OF ME


Mientras se lame las pezuñas en un aseo permanente, reposa su anciano cuerpo sobre un ejemplar de “Esto es agua”.  Hace semanas que descansa sobre el libro que, de un modo inexplicable, se ha convertido en un extravagante colchón.

Tiro con suavidad para recuperarlo. Sin embargo, pese al ligero movimiento de sus cuartos traseros, sólo consigo que se arrellane en la cesta y termine por ocultarlo más si cabe. Nunca la literatura descansó bajo más augusto pelaje. Al tercer intento, durante los que soberbiamente me ignora, desisto de mi empeño. 

“Fíjate, no es que no tenga una razón actual para no creer en Dios”. Se lo digo en cuclillas, repitiendo una frase cualquiera mientras le miro sus inertes ojos felinos y espero, en silencio, que Dalhman, gato erudito por capilaridad, replique a una afirmación tan vacía de contenido como esa. Espero, a cambio sólo recibo un bostezo indolente de mortal aburrimiento.

Apoyo las manos en las rodillas para levantarme sin quebrarme y así, con un libro enterrado bajo la tripa de un gato mansurrón, me vadeo entre sentarme y acariciarle el lomo o prepararme una taza de café.



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"No es que las cosas místicas sean las necesariamente validas: la única cosa que es Verdad con V mayúscula, es que ustedes tendrán que decidir cómo es que intentarán ver estas cosas. Esta - y yo lo suscribo- es la libertad que subyace a toda real educación, la de aprender cuando ser "bien adaptados": ustedes tienen que aprender de manera consciente qué es lo que tiene significado y qué es lo que no lo tiene.
Porque aquí encontramos otra verdad más. En la trincheras de la vida diaria adulta no existe eso que llamamos ateismo. No existe tal cosa como no alabar algo. Todos tenemos que alabar. La única elección que tenemos esta en a qué alabar".

miércoles, 13 de junio de 2012

ÇA A COMMENCÉ COMME ÇA


Si un día te descubres sisando una frase puedes sentirte como un negado idiota incapaz de tener las tuyas propias.  Usurpar el pensamiento de otro para que actúe como palanca, asumiendo el triste  y vergonzante complejo de ser un perfecto idiota incapaz de dar la primera puntada. 

Siso un “Ça a commencé comme ça”, porque la idiocia me acompaña desde hace semanas,  y desde ahí, desde ese pensamiento hurtado, sé que todo comenzó  con una simple intuición y un requiebro para forzar el vómito que llegó. Y ese vómito precedió a la inmensa nausea que me sigue acompañando, compelida por pura necesidad. 

Lo que se rompe se transforma hasta desaparecer La cálida arena de ayer, hoy te hiele los pies. La firmeza en el empeño se convierte en un escurridizo balbuceo que excusa cualquier razón. 

Lo que comenzó sisándole tiempo al tiempo se diluye entre humores corruptos, extraños, y complicidades quebradas que germinan en esa extraña idiocia que me impide comenzar una simple frase si no le siso el pensamiento a alguien.


 

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" La cucaracha con la materia blanca me miraba. No sé si me veía. No sé lo que ve una cucaracha. Pero ella y yo nos mirábamos y tampoco sé lo que una mujer ve. Pero si sus ojos no me veían su existencia me existía - en el mundo primario donde yo había entrado, los seres existen a los otros como forma de verse. Y en ese mundo que yo estaba conociendo, hay varias formas que significan ver: uno mira al otro sin verlo, uno posee al otro, uno come al otro, uno está sólo en un rincón y el otro está allí también: todo eso también significa ver. La cucaracha no me miraba con los ojos sino con el cuerpo". 

ESAS COSAS QUE IMPORTAN


Hemos aprendido a convivir con la tecnología, la tenemos por todos los lados. Ha dejado de ser un instrumento de trabajo, o incluso de ocio, para integrarse en nuestra vida, un casi modo de vivir. Forma parte de nuestro día a día hasta el punto que extraños a los que nunca hemos visto la cara, ni conocemos, ni conoceremos, se convierten en personajes de nuestra comedia vital. Personas a las que a diario saludas, te interesas por sus cosas, te parece acompañarles en sus efímeras y virtuales alegrías y en las exageradísimas penas que la red tiende a desvirtuar. Una auténtica locura.

Sin embargo, de vez en cuando, frente a ese mundo artificial e irreal, la tecnología cobra sentido. Soplar las velas de una tarta que tintinea a más de 1300 kilómetros, risas y besos que cruzan el ciberespacio y aterrizan en un improvisado campamento entre las ruinas de lo que fue uno de los mayores Imperios de la historia de las civilizaciones para que una abuela y sus nietos, esos que duermen acunados por los temblores de una tierra que bosteza inmisericordemente, se vean, se estimen y se echen de menos.

Puede que la red nos haya traído la desnaturalización, el sinsentido de los sentimientos desbocados pero, a veces, sólo a veces, muy pocas, nos concede la gracia de las alegrías de lo cercano, lo querido, lo tangible y eso no tiene precio.

Felicidades mamá.

domingo, 10 de junio de 2012

AIN'T NO SUNSHINE


Al abrir las contraventanas, pese a que el día amanece plomizo, sé que no va a llover.  Tengo que colocar las cuatro cosas que traje dentro de la bolsa, aunque es lo último que me apetece hacer. No es la pereza. 

Me entretengo contemplando la salida del sol, y en el “Ya no te necesito” que resuena aunque él no lo haya pronunciado jamás, pero lo sé.  

La culpa es de Miller, de Arthur Miller.

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“Parecía que nadie pudiera respirar. Era tal la expresión de dolor y asombro en el semblante de Ben que por un instante dio la impresión de que fuera a desmayarse, y Martin esperó que ella continuara y que expusiera algún hecho concluyente acerca de él que caería de su boca como una piedra o un pequeño animal. Y, al mirarlo, todos sabrían, y él también, qué clase de individuo era".


jueves, 7 de junio de 2012

SER DE NUEVO


Te dejé a un lado del camino y decidí no volver ni tan siquiera la vista atrás, seguir andando pese a que en ese mismo recodo donde te dejé olvidado, una parte de mí quedó enterrada. Ni una décima de segundo más buscando razones para tenerte cerca, ni una milésima de segundo más recomponiéndome de las ausencias. Nada va a cambiar. 

Pero, sin saber cómo, mientras el frio del invierno me congelaba el cuerpo, algo se quebró. Se me descompuso la entereza en cientos de miles de partículas y hoy, los restos del cataclismo buscan un equilibrio imposible, sabiendo que es una batalla perdida. 

Mañana tocará comenzar de nuevo. Buscar los motivos, las razones por las que un día decidí que allí, en aquella vereda, te quedabas y no cejar en el empeño de mantenerte en aquel lugar al que ni por un momento debí regresar. 

Sólo así seremos nosotros de nuevo.

miércoles, 6 de junio de 2012

AILANN JOY


Ailann Joy se recuesta sobre la cama jugueteando con el hilo que se escapa del dobladillo de la falda. Lo enrolla con el dedo y tira de él con suavidad.  Nunca ha sabido porque le pusieron un nombre tan poco femenino pero, con el tiempo, ha llegado a gustarle. Es lo suficientemente desconcertante como para llamar la atención de cualquiera, rotundo, como ella.

Enciende un cigarrillo aunque sabe que no le gustará y tendrá que vencer la inicial resistencia a besarla en la boca. Agita la mano intentando dispersar el humo como si el aliento cambiara con ese simple gesto.

El rumor de las olas se desliza por la ventana entreabierta, y una brisa ligera mece una cortina escasa. Ahora que ha llegado septiembre, apenas hay nadie en la playa y el graznido de las gaviotas se convierte en el escandaloso acompañamiento de una tarde de final de verano.

Se cubre las rodillas con la rebeca que ha dejado a los pies de la cama al llegar, y comprueba, una vez más, la hora en el reloj. El tiempo es una medida relativa que controla unas manecillas que se mueven a  una velocidad caprichosa, contraria a su necesidad.

Algo discreto, fuera de la mirada impertinente de  cualquiera con los que se pudieran cruzar. Así describió el lugar escogido. Le había dejado una nota junto a la correspondencia por clasificar y fue así, de ese modo tan corriente y vulgar, como durante semanas fijaron sus citas clandestinas.

Ailann Joy escondida tras unas oscurísimas gafas de sol, semana tras semana, recoge las llaves del mostrador de una recepción discretamente abandonada en cuanto cruza la puerta giratoria.

Se gustaron lo suficiente como para que esa aventura, nacida a principios del verano, se prolongara durante algunas semanas. Pero las cosas han cambiado y debe saberlo. No ha podido esperar y entre sus cosas, antes de salir, le deja una nota fijando el encuentro que ahora espera.

Reconoce el ruido de su Chrysler Town Coupe. De un salto se coloca frente al espejo, se alisa la falda y pellizca las mejillas buscando el rubor que el permanente mareo de los últimos días le ha robado a su piel.

Un golpe de viento cierra la ventana y el mar brama implorando calma.

No queda nadie en el aparcamiento, las gaviotas chillan con vehemencia. Es el otoño.

domingo, 3 de junio de 2012

AVALON


Intento recuperar la normalidad poco a poco, y lo voy consiguiendo. O al menos eso creo, cierta tranquilidad empieza a llegar. Nada garantiza que no vuelva a desmoronarse como un castillo de naipes sostenido por un as de oro de pocos quilates.

Vuelvo a los gestos habituales desterrando pensamientos delirantes y haciéndome a la idea de que, en lo personal, en ocasiones, toca perder y que la mejor manera de hacerlo es con elegancia. No es sencillo. Hay momentos para todo y, en algunos, la rabia y la desazón amenazan con turbarme la vista. Es entonces cuando respiro hondo e intento despistarme con  movimientos mecánicos que empiezan a ser parte de una rutina salvadora. Sé que la tranquilidad, pese a todo, vuelve. Los mecanismos de cada uno son extraños y la influencia que otros pueden tener sobre nuestra persona es sorprendente. Mucho.

Comencé la mañana leyendo unas cartas heredadas, sentada en los escalones de mi balcón. Busqué kilómetros de agua clorada mientras en casa, una casa que tengo ocupada desde mediados de la semana pasada, seguía en silencio y seguirá así durante unas cuantas horas más.

Continué con gestos de rutina que descomprimen. Un café donde siempre, un periódico ya usado y una reflexión que me tambalea.

“La risa siempre es la semilla de los grandes amores. Más que el deseo o las afinidades comunes, no hay nada mejor que la risa para sentirse parte del otro. Y así fue, entre bromas y otras cosas más serias, que Christine y Félix se buscaron en la oscuridad de la Ciudad de la Luz y sus cuerpos se encontraron entre versos e imágenes”.

Vuelvo a casa subiendo por la misma acera por la que bajé.  Me toco la muñeca ajustando la correa del reloj; limpio los cristales de las gafas de sol con el pañuelo con el que me cubro el cuello; coloco un mechón de pelo sobre el hombro; busco en el bolsillo unas monedas sueltas que servirán de muy poco. Sólo son gestos para mentirme y olvidar. 

Gestos a los que inevitablemente volveré, porque es mi naturaleza quien me obliga, no mi carácter.